Hemos debatido muchas veces sobre la lucha por la adquisición de derechos y libertades. Hemos organizado charlas, talleres, jornadas de reflexión, manifestaciones y concentraciones reivindicativas; hemos puesto sobre la mesa una realidad que hace daño, que mata, que condena a un sector muy grande de la población a la discriminación económica, laboral, social, emocional; hemos llevado a las instituciones mociones y proyectos de ley. Todo ello, con el objetivo de sensibilizar a la mayoría social de un problema que no cesa: el de la violencia machista, que no es sino la muestra de lo que está fallando en nuestra sociedad, en nuestras aulas, en nuestros hogares. Es algo que forma parte de nuestra cultura; de la nuestra, no de la de otros.

La cultura en la que nacemos nos condiciona a todos y a todas. Pero a unos nos beneficia más que a otras. Esto es una realidad que difícilmente puede ser ninguneada: son hechos estadísticos.

Pero hay personas que lo niegan. Hay personas que no lo ven. Enarbolan excusas para justificar lo injustificable. Ayer mismo salía la noticia en prensa y televisión de una juez que le preguntaba a una mujer que denunciaba una violación si “había cerrado las piernas”, obligándola a declara que “sí”, como si el mero hecho de presentar un parte de lesiones y una denuncia no fueran suficientes.

A otras personas les resulta más fácil, más simple, el juicio de valor: “eres una feminazi”, te espetan. Como si al articular esas palabras, como si de un conjuro se tratara, esa realidad desapareciera. Pero no desaparece.

Como educadores y educadoras debemos ser conscientes de esta realidad: podemos luchar desde postulados laicos por extirpar de nuestras aulas todo síntoma, toda manifestación de machismo; podemos, también, aprobar planes tendentes a formar al profesorado y modificar los libros de texto, para hacer del lenguaje común una herramienta a favor del lenguaje emocional y asertivo. Pero, al salir de clase, esos alumnos y alumnas se encontrarán en su familia, en la calle, en internet y en televisión con comportamientos machistas, con un modo de vida que beneficia al género masculino, y perjudica al femenino.

Como si de unas gafas se tratara, la cultura te hace ver la realidad de un modo particular. Si tus gafas te impiden ver qué es el machismo, serás incapaz de verlo, hasta que no seas capaz de quitarte esas gafas, de mirar con otros ojos.

Ese es el principal objetivo. Podemos insistir en mostrar una realidad más justa y solidaria, pero será en vano. Pongamos todas nuestras energías en mostrar que otro modo de ver la realidad es posible. Sin imposiciones, ni dogmatismos. Y el cambio se producirá solo.

Pero no seamos ingenuos. Para ello, son muchas las barreras que habrá que derribar. La primera, la religión debe salir de nuestras aulas públicas. La religión es la principal causante de estereotipar a nuestros niños y niñas desde la educación infantil, inculcándoles un modo de entender la realidad maniqueo y patriarcal.